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martes, 4 de noviembre de 2014

Esperpento.

A doscientos metros de profundidad una sirena decide amputarse su mitad pez e intenta hacer vida de humana en las profundidades. Alguien la ha visto desde la orilla y empieza a nadar hacia el horizonte sin encontrar punto de fuga. Sonríe y se ahoga en su propio mar de perfectas incertidumbres que no paraban de crear caos entre tanta arena.

Al otro lado, en la zona más árida de la playa, alguien pica su propio anzuelo y se intenta pescar así mismo recordándose a la piedra con la que siempre caemos. Unos metros más allá, hay un niño creando pequeñas dunas que serían castillos si la arena estuviese en contacto con un poco del elemento líquido que ingerimos los humanos para sobrevivir.

Alguien grita ''te amo'' en otra parte del océano como llamada de socorro y nadie va a buscarle. El socorrista bebe cerveza y lee una revista erótica que enseña pezones y partes íntimas de donde provenimos todos nosotros. Alguien ha puesto música y nadie baila. Hay un matrimonio de edad tardía haciendo lo que muy pocos llamarían amor y hay una abuela tejiendo un jersey de lana a casi cuarenta grados centígrados.

Los animales parecen tranquilos: hay peces que saltan del agua para intentar cazar gaviotas y hay gaviotas que huyen hacia un lugar más alejado de la tristeza de que el agua sea azul porque el cielo es azul y que casi todas las excusas de este lugar sean por la reflexión de la luz. Infantiles, que no sabéis elegir vuestro propio color.

La calma total llega cuando un bañista sale del agua con un enorme animal marino muerto y lo exhibe como premio. Nadie aplaude ni se inmuta. El de más allá sigue intentando hacer paisaje cubista en este deforme lugar. Y se mira en un espejo cóncavo. El callejón del Gato hecho playa. 

Madrid ya no es lo que era. Ya nadie se ríe cuando lo deforman.