Seguidores

Vistas de página en total

jueves, 20 de marzo de 2014

Magia.

No.
Sinceramente no creo
que haya que hablar de magia
cuando miras.
Ni creo que haya que hablar
de lugares cuando miras
a otro lado.
Te abres en canal cuando
estiras el tiempo hablando
entre consonantes
que suenan a vocales
en tu boca.
Y tu pequeña bailarina
gira en tu caja de música
al revés.
Y no entiendes por qué.
Pero no para de sonar.
Estúpida, arrogante,
no para de marearse
buscando un ángulo
en el que pararse.
Intentando encontrar
dónde mirar,
para quedarse quieta,
inmóvil, perpleja,
contemplando el silencio
que supone pararse
y la expectación que consigue
su estatismo,
que ya ha retorcido su corazón
con todo ese giro,
a punto de explotar
en mil notas de nuevo.
Creo que hay que hablar de magia
cuando la bailarina consigue pararse
por un momento que es eterno
esperando, extasiada,
mirando a nada y a todo,
a que alguien llegue
con la fragilidad de unos dedos
y le haga bailar.

sábado, 15 de marzo de 2014

Recordándote la despedida.

Te has subido al tren.
Y las puertas se han cerrado.

Te escribo esto desde el asiento trasero de un taxi. Nadie me mira, pero yo les miro a todos. La ciudad pasa rápido a través de la ventanilla: gente con prisa, gente parada, gente que ríe, gente que habla, gente callada ante el ruido de las calles anchas que llevan todas al mismo monumento.
Yo sólo te escribo para pedirte perdón. Perdón por no correr un poco antes o un poco más para que no se hubieran cerrado las puertas justo en el momento en el que tú mirabas si mi asiento estaba vacío. Ya sabes, el 7B, coche 8. Espero que algunas revistas buenas hayan llenado bien mi hueco. O tu bolso. O tus putas piernas.
Qué pena haberme quedado aquí. Estoy volviendo a casa. Ya te siento lejos. Es como que tú te vas a un lado y yo justo al contrario a la vez. Y cada vez más lejos.
Y más.
             Y más.
                          Y más.
Me pregunto si acabaremos chocando de frente. Ya sabes, como si fuera necesario recorrer el radio de la Tierra.
El caso es que tú has llegado y habrás mirado mi asiento, luego habrás dado mirado el reloj y ni siquiera le habrás dado importancia al hecho de que estuviera llegando tarde, porque lo hago más que a menudo. Después habrás cogido el móvil y me has mandado el mensaje de ''Tarde como siempre. Tarde, como siempre.'' Y es cierto, siempre tarde. Luego habrá sonado el aviso por megafonía y habrás vuelto a mirar el reloj. Después, habrás echado la vista a través de la ventanilla para otear el andén. Y yo no he aparecido hasta el momento del último aviso.
Soy un protagonista con un papel secundario en esta historia. Y no lo entiendo.
Yo corriendo. Tú dices que no le pongo pasión a lo que hago. Pues bien, creo que en una de esas zancadas hacia ti se me ha caído el alma y la he pisado.
Cuando he llegado, las puertas cerradas, inevitablemente Tú me has mirado de reojo, para ver qué hacía, como un desconocido curioso de historias que no tienen nada que ver con él. Luego has apartado la mirada y te has puesto los cascos. ¿Con qué canción te estarás yendo? No sé cuál es, pero ya la he aborrecido.

Yo he empezado a pegarle golpes al cristal. El tren se ha puesto en marcha. No había un puto vagón que no golpeara con la impotencia en las manos.

Ahora el taxista se para en mi destino. Le pago con propina. Después, salgo del coche y contemplo la naturaleza fatigada por el hombre. Siempre acabo en el mismo puente desde donde se ve toda la ciudad. Sin ti es menos bonita.

No hay puente sin suicida. Y no hay suicida sin puente.

lunes, 10 de marzo de 2014

Condal.

Estabas mirando Barcelona,
como si fuera la primera vez
que notas el aire en tu cara
y descubres cómo la ortogonalidad
puede producir curvas infinitas.
Estabas mirando Barcelona,
y yo tus pies, cómo andaban,
sobre esas formas,
con esas maneras,
con esa forma de perder las maneras.
Tu sonrisa desatando
una lucha de gigantes
entre el gótico y las ramblas,
parpadeando en algún bar
del raval, perdiendo
la vergüenza en cualquier
botellín de cerveza que pagaste
con venir.
Vienes. Y yo me voy.
Qué incongruencia eso de
no poderse quedar donde quieres
estar.
Al menos un poco más.
Y miras. Y fumas.
Y desatas la locura
de no poder besar.
Besar hasta quemar.
Ya sabes.
Tú miras Barcelona,
como si fuera el rincón
más bonito del mundo
y yo te miro a ti,
como si fueras el sitio
en el que me quisiera quedar.

lunes, 3 de marzo de 2014

Obviedades.

Supongamos que las miradas son árboles. 
Pues bien, tú eres viento y los arrancas todos de golpe.

Supongamos que vienes a decirme qué tal.
Y yo no sé contestarte que bien.
Porque la verdad, no estoy bien.
Al menos, no, si no te acercas un poco más.

Supongamos que luego tú sonríes
porque no he sabido contestar 
a tu mierda de pregunta.
Y yo me olvido de pensar.

Mira, no te puedo leer más.
Tienes las páginas dobladas,
las hojas marcadas,
las palabras subrayadas.

Mira, a veces creo que no.
Que no fue bonito.
Ni mientras duró.
Tú siempre tan tormenta
haciendo ese pequeño huracán
con tu pestañeo.
Y yo siempre tan devastado,
tan tercermundista,
que me moría de hambre de ti.

Mira, me quedo desnudo
y me acongojo en tus pasiones.
Pásame esa nota de suicidio,
que la voy a copiar.
La nota es el si bemol.
Y tú la sabes entonar.
Y lo que no sabes es el tono,
pero de mis sábanas.

Y luego miras que 
no haya nadie.
Y besas.
Te crees que Madrid sólo tiene
dos ojos y solo una gran vía.

Supongamos que los labios son árboles.
Pues bien, tú eres viento. Y los has talado.

Cuando te creas que el mundo no gira alrededor de ti y que eres tú quien gira alrededor de él, te darás cuenta de que sí.
Que eres viento.
Y que ojalá yo sea mundo.