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viernes, 4 de diciembre de 2015

Al final, lo único que queda de una rosa es su nombre.

Hay una flor creciendo en nuestro jardín. La veo cada mañana cuando me tomo el café antes de irme de casa. La veo desde la ventana de la cocina, la que hay justo encima del fregadero. Hace frío. Aquí siempre. La taza casi hirviendo me hace entrar un poco más en calor. La rosa creciendo me hace perder la consciencia. Al mirar al jardín cada día el cielo siempre está encapotado. Ni un remoto rayo de sol. Después, muerdo la tostada con mantequilla y me limpio en los pantalones. Luego busco las llaves antes de salir, con el cigarrillo encendido en la boca, que siempre están en la chaqueta que me puse el día anterior. Y me voy. Cuando llego, a la noche, está lo suficientemente oscuro como para que no pueda ver la rosa crecer. Así todos los días.

—Está creciendo una flor en nuestro jardín—y le doy un sorbo al café.
—Está muriendo gente en otra parte del mundo—dice él ojeando el periódico sentado a la pequeña mesa de la cocina.

Después, me pongo el abrigo, busco las llaves y me voy. Cuando la rosa ha crecido lo suficiente, al cabo de meses, entre todo este frío, entre todas estas nubes grises, un día salgo al jardín a mirarla. Es roja, una rosa roja. Rojo color sangre, color pérdida, color cielo. Toco sus pétalos, su frágil pero protegido tallo, su cuerpo abrasivo, casi felino, casi depredador de pupilas, al tacto. 

La complicada vida de la rosa de mi jardín era increíblemente fácil a la vez. Llena de contradicciones, pigmentando el monocromatismo exterior. Hoy hace más frío de lo normal y ha crecido un poco más. Mi café hierve un poco menos y me tiembla la cuchara. El cigarrillo se me ha apagado y lo tiro. Cuando vuelvo por la noche, la rosa está más roja. Lo sé, porque el color es tan intenso que puede ya verse en la oscuridad, en la inmensidad apagada de la noche. 
Cuando me despierto a la mañana siguiente y voy a la cocina, él ya está despierto. La pequeña y vieja televisión encendida. Una mujer diciendo idioteces sobre bombas, sobre países, relaciones internacionales y cosas que me dan más razones para mirar a través de la ventana cuando pongo el café a calentar en el microondas.

—Están bombardeando todo. Ha empezado una guerra—aparta la mirada de la tele y la desvía hacia mí.
—¿Cómo puede ser que haya crecido tanto? ¿que no le importe el frío?—digo, refiriéndome a la rosa. No le ignoro, simplemente es que no puedo prestarle atención.

A las pocas semanas, cuando me despierto y ya tengo la costumbre de ir aprisa hacia la cocina para mirar la rosa, antes de calentarme el café, antes de encenderme el cigarrillo, antes de ser consciente del mundo, la rosa ha superado a los setos de nuestro jardín en altura. La rosa es más grande que mi puño. Y ahí está alta, insinuante, casi provocativa, ganadora y triunfal. Monumental.

Tres meses después, no se va el frío. La rosa parece que ha dejado de crecer. A mí se me ha derramado un poco de café en la encimera y lo estoy limpiando cuando él dice:

—Por favor, qué paren ya. ¿No podrían, simplemente, dejar de bombardearse unos a otros?

Lentamente, con el café entre las manos, voy y apago el televisor. Después, le miro, parece un extraño, y le digo:

—Ha crecido una rosa en el jardín. Mírala. Olvídate de todas estas mierdas. El mundo es una jodida y apestosa mierda. Ven, hazte un café, enciéndete un piti, ponte una manta sobre los hombros y mira la puta rosa. Deja de ser y contempla—miro el reloj, se hace tarde. Dejo el café, me pongo la chaqueta, le doy un beso en los labios y me voy.

Al cabo de unos días, una fecha señalada. Al despertarme, voy lo más deprisa que puedo a la cocina, manchada de rojo en la mesa. Ahí estaba, el rojo depredador, extendido en la mesa de la cocina. Podía olerse el frescor. Parece como si alguien me oprime el pecho con mucha fuerza y casi no me deja respirar. Le ha cortado las espinas y ha dejado una nota:

''Te quiero. Planté una rosa en el jardín. Ahora, enséñame a mí a olvidarme de pensar.''