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lunes, 18 de agosto de 2014

Esquinas dobladas a la vuelta de la esquina.

He intentado empezar a escribir esto de nueve formas posibles y, esta, creo que es la definitiva porque estoy empezando diciéndote los errores y eso es un acierto que echaré de menos. Hoy he pasado por dieciséis esquinas andando.  Sí, sé que son pocas, pero he cogido el coche para ir a casi todos los sitios en los que he estado. He doblado sólo cuatro. Dos para ir y dos para volver, pero me hubiera gustado doblar las dieciséis porque tenía todo el tiempo la sensación de que en la siguiente calle estarías tú con esa sonrisa devastadora de cien tiempos de sonata de Beethoven irrumpiendo en el Nueva York de los años 20 como si fueras una canción de jazz, o un poeta, o creyeras que las musas tocan a tu puerta. Y tú, triunfante, decides no estar.

En ninguna puta vuelta de ninguna puta esquina.

Putas, ¿en las esquinas? Muchas.

Tú no.

Hoy he leído ochenta páginas del libro Kaddish de Allen Ginsberg. De esas ochenta he doblado tres esquinas. Esas tres páginas me recordaban a ti. Quizás, si no se hubiesen escrito hace casi cien años te diría que él habla de ti. Pero no. Él me habla a mí. Y lo que me dice eres tú.  Creo que hubiese aguantado un terremoto o que una casa se cayese sobre mí el momento en el que he leído eso de que <<la locura es una estafa de mutuo acuerdo>> porque tú nunca me diste ningún contrato, ni me diste la mano para cerrar acuerdos para acabar con la locura, ni para cerrar heridas, ni para borrar historias, ni para cicatrizar. Ni para nada. El caso es que he doblado las esquinas de esas hojas porque me encantaría leértelas un día y decirte que ese verso me recordó a cuando girabas la cabeza para dar caladas o cuando rezabas a los pies de la cama a un Dios que no existe o cuando mirabas Madrid o preguntabas que qué hacía aquí. Estaba mirándote. Y ojalá agotar la vida y los ojos y el mundo y los colores y las palabras y los aviones para mirarte. Ojalá todos los aeropuertos llevaran donde estás. No sé, me da igual. A veces bebo demasiada cerveza y otras veces escribo demasiado sobre ti. Yo no llamaría al alcohol droga, fíjate.
Todo esto te lo digo porque quería hablarte de la ciencia de doblar esquinas. Creo que voy a hacer carrera en ello.

No paro de doblar esquinas y no te veo en ninguna.
No paro de doblar esquinas y te leo en todas.

A veces creo que dejaría de andar, para no verte.
A veces creo que no dejaría de leer, para recordarte.


Y entonces tiraría el libro, con todas las esquinas de las páginas dobladas y me pondría a correr.

Doblaría todas las esquinas que hicieran falta hasta llegar a tu casa.

miércoles, 13 de agosto de 2014

El Credo.

Creo en Dios y en las mentiras.
Creo en la inmortalidad de los mortales.
En las palabras que golpean.
Creo en un mundo lleno de gente buscando a gente.
Creo en el amor de la forma más bruta posible,
de esa forma que alguien es capaz de romperte
sin mover un dedo.
Creo en esa barbarie de que ocurran las cosas
por pura casualidad.
Y qué mala suerte que nosotros nunca fuéramos casuales.
Siempre tan puntuales, tan seguros del casual destino.
Creo en la ciencia de la religión,
creo en verte tomar el café y las cervezas,
y rezarte para que vuelva a ocurrir.
Creo en los hilos cosidos a las manos
y creo en las marionetas que los rompen,
creo en la tristeza del verano
en el calor del invierno
cuando te veo regalar primaveras
y colorear otoños,
haciendo llover hacia arriba,
cosiendo las hojas caídas de los árboles, como un niño pequeño obcecado
en que el juego no termine nunca. 

Creo en la niñez del adulto, 
en que Wendy nunca cerró la ventana
 y en que Peter creció, envejeció y murió en su cornisa. 

Creo en la tristeza extrema de la felicidad 
en el frío absoluto del desierto de los cuerpos, 
en las palmeras desafiando al cielo. 

Creo que Madrid es la chica más guapa que existe, 
dejadla dormir, miradla qué bonita, así, soñando. 
Creo en que no está muerta. 
Creo en la fugacidad de lo inmortal, 
y en la eternidad de lo efímero. 

Creo en las fotografías, 
en el pop, 
en el rock and roll, 
en Pedro Salinas. 
Creo en el cine, 
en la poesía, 
en verte amanecer cuando me miras, 
creo en la música 
y en suicidarse sin dejar de respirar. 

Creo en todo esto. 
Creo. De crear, no de creer. 
De creer, creo en que tú has creado todo esto.

lunes, 11 de agosto de 2014

El viaje de cogerse de las manos y la preciosa forma de pegarse un tiro y llamarlo amor.

Ayer viajé.
No me hizo falta surcar el cielo,
sólo alguien hizo un surco al respirar.
Ayer hice un viaje.
No me hicieron falta raíles de trenes,
sólo una estación para ver a gente pasar y nunca la persona correcta.
Ayer viajé. Sí.
Y no me hizo falta coger coche,
sólo unas manos.
Vaya viaje.
Vaya viaje el de dispararse a la cabeza y no sentir dolor, sólo dejar salir una canción triste.
Vaya viaje el de transportar mercancías peligrosas y llamarlas sentimientos.
Vaya viaje, a todo esto, el de suicidarse y despertarse en Madrid.
Yo siempre fui más de despertarme solo.

El caso es que ayer viajé.
Sentado, con mis manos en las manos de otra persona,
que sostenía todo en ese momento.
Yo mirando y viajando,
así se viaja,
comprendiendo que la mejor forma de huir
la tenemos en la cabeza y no en los pies.
Viajaba constantemente imaginando que soñaba,
ya ingrávidos, por cualquier mundo que no era este,
pero que no hubiese gravedad
se lo debía a la persona que estaba enfrente,
sosteniéndome las manos.

Ayer viajé, imaginando que volaba.
Y qué poco cuesta cuando miras a los ojos.
Ahora creo que seguí un camino al viajar,
no eran curvas de caderas,
ni curvas de sonrisas,
ni arrugas de reír;
eran cicatrices.

Vaya viaje el de seguir cada una de las marcas
y los daños de una persona
y acariciarlos
como si fueran su bien más preciado.

Y lo es.

Porque vaya viaje el de ser cicatriz,
el de ser daño curado pero sensible,
el ser piel nueva sustituyendo a la herida.
Vida a la herida.
Larga vida a esa pistola,
a esa espada clavada,
a esa bomba accionada.

Lo que no nos damos cuenta es que
cuando volvemos del viaje,
cuando las manos se separan,
volvemos a la realidad.
Guerra.
Y entonces las pistolas
se convierten en armas letales
en forma de palabras,
las espadas en esquivos
y la bomba en un "adiós".

A quien le gusta la adrenalina
le gusta volver del viaje de cogerse las manos,
dispararse en la sien y olvidar.
Yo soy más de clavarme la espada,
de detonarme la bomba,
de mirarme al espejo,
ya moribundo,
enclenque
y sonreír.

Cuando estás apunto de morir, en el amor, es que has ganado la batalla.

No mires atrás,
seguro que hay alguien apuntándote
con una pistola a la cabeza,
dispuesto a pegarte el tiro que acabe

matándote.

De amor.