Desde
el caos: una ventana
que se precipita
a la ansiedad
por la calma.
Después de más
de quinientos días
la euforia, ya
sucumbida,
a media luz,
nuestro faro, guía
entre aguas
templadas por el tiempo.
Ya sabes,
ya olvidados
los cuerpos menores,
los pecados, abstraídos
los demás y, ya
tachados los meses.
Nos giramos rápidamente.
El pasado parece
un segundo
de más de quinientos días.
Aparecemos en
una casa, cerca
de una carretera.
Desde la ventana se pueden
ver a los niños, que son
y no son nuestros hijos,
jugando, riendo. Y, nosotros,
como siempre, los dos,
haciéndonos envejecer
en diferencias.
Que así es el amor.
No es una navaja, ni un puñal,
ni un puño apretado
en el estómago,
entre las dos y las tres.
Es la cotidianidad de
lo no pictórico ni artístico
siendo arte justo en el momento
en el que no debería serlo.
Lo molesto, lo incómodo,
lo irreconciliable encontrando
ese punto frágil en el momento
antes de partirse.
Entonces, te encuentro,
en la silla de al lado, apretándome
la mano, como siempre.
Ya viejos, pasado el tiempo
entre nuestros cuerpos.
Al final, lo que más importa
es lo de siempre;
la seguridad del tacto ajeno
que te permite ser terrenal. Y, luego,
la tranquilidad.
Que se siga parando
la vida; que siga
la muerte sin existir.